Nos tienes a todos en patines dando vueltas alrededor tuyo, awelita, como todos esos años en que nos reímos juntos de tus habilidades avanzadas para el control y el caos al mismo tiempo.
 
Hasta hoy no hemos podido mirarnos a los ojos más de un segundo, porque creo que compartimos la misma neurodivergencia, pero recuerdo perfectamente la suavidad de tus brazos en mi cara todas esas veces que me dijiste "pobrecita" como pretexto para protegerme de otro peligro inminente.
 
Creo que habrás disfrutado de ese breve momento de risas entre tus hijos en el hospital, hace dos noches que parecen mil. Estabas dormida y a un kilómetro de distancia, pero nunca hemos dudado de tus habilidades para saber TODO.
 
Ahora ya debes saber que toda tu descendencia, todas tus amigas y toda la raza humana está pendiente de tu salud. Doña Imelda es uno de esos raros casos en los que la santificación llegó antes que la muerte.
 
Una matriarca, como dirían muchos, pero ahora sé que eres una mujer como todas: atravesaste las violencias de tu tiempo e intuyo que también las reprodujiste, inadvertidamente. Por fortuna has tenido también la abundante generosidad de mirar los traumas del pasado a la luz de las risas familiares de todas nuestras vidas.
 
Nada te tomas en serio, ¡mare!
 
Hoy me parece que estás haciendo tu última travesura: hacerte a la dormida mientras te esperamos. ¿Qué quieres, awelita mía? Aquí estamos.