Mirar las marcas de lodo en el piso azul de abuelita.
 
Cerrar los ojos en una meditación de lluvia, naranja agria, achiote y cirio pascual.
 
Acostarse con los pies hacia arriba y regresar a la realidad donde el techo es el piso.
 
Observar a María y sentir que te habla para decirle a mamá.
 
Mirar las gotas aprisionadas en el ventanal. Ver la cara de Jesús o algo.
 
Esperar.
 
Buscar algo en un clóset y sentir un dolor en el pie. Otra vez un alacrán.
 
Llorar.
 
Olvidar.
 
Asomarse a la calle y sentir en la cara la frescura del polvo felizmente contenido.
Sentir una mirada y tener miedo. Mejor entrar.
 
Darse por vencida y bañarse con las puntas de los dedos hacia el cielo.
 
Salir en chanclas para protegerse de las reumas infantiles, los catarros y los resbalones que ‘a te desnucan’.
 
Ocho millones de chocomiles con francés y queso de bola mientras los grandes ríen de algo que no se entiende.
 
Cada quien a su cuarto. Observar las sombras en el techo pero sin miedo porque los fantasmas no existen.
 
Soñar con alacranes y con la catarata en el ojo de Sofía.
 
Esperar.
 
Repetir.